lunes, 5 de junio de 2017

Siglo XXI nº 23

Si afirmamos que los tiempos son malos, en realidad estamos diciendo muy poco. Es una obviedad. Son malos porque los asalariados hemos perdido absolutamente el norte de contestación a la impunidad del Capital y el Estado. Es nuestra pasividad la que les ha concedido ese espacio de poder, que no solo conquistan a diario con las armas de la represión, sino con nuestra dejación.
Pero son malos, también, porque a pesar de que la historia contemporánea evidencia en qué se fundamenta la paz social, seguimos invocando unos principios burgueses que juegan en nuestra contra, llámeseles urnas, participación institucional o colaboración con los poderes fácticos. Ese nunca ha sido nuestro lenguaje ni nuestra esperanza de cambio. Sin embargo, ahora más que nunca, depositamos nuestro devenir en una fantasía llamada orden capitalista, y hay quien se atreve, incluso, a decir sin sonrojo, que desde la caída del muro de Berlín, no hay más alternativa. Error. Gran error.
El mundo ha cambiado en los últimos cuarenta años con la revolución digital y la globalización, pero para peor. De facto ya ni es necesario que el Capital invierta en bienes productivos para obtener beneficios, se limita a instalarse en los productos financieros para conseguir mejores resultados con menores riesgos. Si algo falla en sus cálculos, ahí está el Estado, su gestor por excelencia, para convertir la deuda privada en pública.
El verdadero gobierno de los territorios que componen el estado español no se encuentra en la Cortes, en Madrid, en la Carrera de San Jerónimo, en absoluto, está situado en el todopoderoso Ibex 35. Si damos un rápido vistazo al listado de empresas que lo componen, nos daremos cuenta de inmediato a qué se dedican: bancos, constructoras, seguros, comunicaciones, energía, etcétera. El riesgo que corren estas empresas es cero, no pueden quebrar porque son estratégicas, si tienen que hacer inversiones, aumentan sus precios, y si algo sale mal, también. Todas estas empresas se nutren de nuestra vida cotidiana: pagamos luz, teléfono, gas, seguros, domiciliamos los recibos en sus bancos, hacen las obras públicas, construyen los hospitales, gestionan las guarderías o invierten en colegios. Todos los meses pagamos sus servicios de manera inevitable, porque todos estos servicios que hemos mencionado son, en su mayoría, de primera necesidad. El negocio es seguro; su clientela está compuesta por toda la población del país. Los políticos, muchos, proceden de esas empresas o acaban en ellas. La interconexión entre Estado y Capital es absoluta. [...]

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